Despertó un día cualquiera, de cualquier mes. No podía
recordar el nombre de aquella ciudad. El despertador taladraba la parte derecha
de su cerebro, que luchaba por mandar oxígeno a ese oxidado corazón que parecía
colgar del techo, como el ventilador, que creía ahogarse en cada pirueta. Miró
el calendario, las hojas, medio arrancadas, no ayudaban a encontrar el norte. La
ventana estaba abierta, y el fuerte viento la hacía chochar una y otra vez
contra la desconchada pared. De fondo, un viejo grifo resistía a ahogarse.
Él también había resistido el naufragio la noche anterior. Había nadado,
durante horas, en un bajo, un bajo de culo ancho, lleno de wishky.
Despertó aquel día cualquiera. Siguió horas, allí, mirando
el techo. Y recordó, recordó los días que eran días porque ella estaba. Recordó
cuando el único despertador era una risa fresca con sabor a primavera. Recordó
el ventilador del techo como el corazón que bombeaba las noches de pasión y
sudor de aquel amniótico cuarto. Antes, un día de aquel calendario, no era un día cualquiera. Recordó que hubo una vez en la que las paredes no eran telas de
araña, aquellos días, en los que ella pintaba corazones con pintalabios sobre los cuellos de sus camisas. Aquellos
días...aquellos días la ventana no era más que una excusa para soñar, para
volar lejos sin moverse del lugar. Recordó que antes no había naufragios, sólo había dos
sonrisas, una mirada cómplice, y unas manos que juntas se perdían por la
ciudad. Recordó que hubo una época en la que esa ciudad tenía nombre propio. Recordó cuando antes, los bajos estaban llenos de agua, de
bailar bajo la lluvia. “Antes”
ahora sonaba evocador.
Despertó un día cualquiera, y al recordarla, regresaron
aquellos días. Por un instante murió el ahora, y todo volvió a ser como antes.
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