La felicidad se escurría por la habitación como las horas
del reloj, que a 35 grados parecía derretirse. La felicidad, me pregunté, ¿la
felicidad? Esa pregunta parecía perseguirme, y yo, con mi edad y experiencia,
parecía no saber responder.
Solo sabía que había llorado mucho. Mucho. Y que
probablemente aún me quedaría mucho por hacerlo. Solo sabía que a veces tenía
miedo, y que los fantasmas, como ya intuía, siempre vuelven. Los fantasmas nos
persiguen como espejos en la sombra, y allí estábamos todos, en cinco metros
cuadrados frente a frente. Solo sabía que aún lloraba muchas noches.
Así que agarré con decisión y fragilidad mi vida, y decidí
ser fuerte, sí, aún un poco más, era difícil, pero ¿y si esta vez podía?
Hice las maletas y rompí con todo, rompí con lo que no me
gustaba y decidí escapar, escapar o regresar, porque los recovecos de los
miedos son difíciles de mirar.
Hice las maletas y metí todos los recuerdos que algún día me
hicieron feliz, y como no, metí las derrotas, metí las lágrimas y los
fantasmas. Los metí porque quería saber que estaban ahí, quería mirarlos a la
cara y decirles que podría vivir con ellos metidos en el cajón.
Me miré en el espejo, había crecido mucho, me había hecho
grande, más sabia, me había hecho una mujer sin darme apenas cuenta. Alguien
digno de ser escrito con mayúscula.
Hice las maletas, y la pregunta volvió a mí ¿la felicidad? Ser feliz es probablemente ser fiel a uno
mismo, ser fuerte, y crecer. Crecer con tus miedos pisándote los talones, pero siempre
atrás. Ser feliz es quizás despertarte una mañana y respirar tranquila, porque
lo has superado o porque al fin y al cabo, el ser humano, es maravilloso.
Espero que lo sepas leer, o que al menos, esta vez, yo si
haya sabido escribírtelo.
Te quiero.
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