miércoles, 23 de febrero de 2011

espectro



Oí la puerta cerrarse. Abrí los ojos. Tú ya no estabas.

Subí estrepitosamente las escaleras, a zancadas, de dos en dos. Como los besos que la noche anterior perdí por tu cuello olor a almendras, color a día de otoño soleado.

Sí. Había una nota sobre la mesa. Mirándome desafiante.

Esta absurda ciudad amanecía con un cielo gris oscuro, o al menos eso me parecía a mí. Me senté a escribir un poco, y tu foto en la pared parecía hablarme. Creí oírte decir “no te vayas” pero era demasiado tarde. Siempre es demasiado tarde…

“Un paseo por el parque no me vendrá mal” pensé. Así que me perdí entre una atmósfera mezcla de primavera anticipada y despedida.

Alguien tocaba la guitarra y cantaba algo que me pareció decía “…olvidaron construir, un hogar donde no queme el Sol, y al nacer no haya que morir…”. Solo faltaba tu mano caminando conmigo. Solo faltaba que este monólogo fuera un relato dispar. Pero no fue así. No aparecías más que en mi cabeza. En la absurda búsqueda que emprendí aquel día.

Me senté en el frío césped y comencé a dibujarte. A dibujar tu rostro milímetro a milímetro. Tenía tu imagen tan grabada que a veces pensaba que yo misma la había creado. Yo y mi fértil creatividad infantil…

Regresé a casa e hice las maletas. Todo estaba preparado. El billete de avión en el bolsillo izquierdo de mi pantalón y la esperanza de verte aparecer en el aeropuerto un minuto antes de despegar rondaba mi cabeza, pero ese momento no llegó “pasajeros, el avión va a efectuar su salida”, retumbó como un chillido en mi cerebro.


Y así fue. 
Como austeros oficinistas engominados, encorbatados de gris, fuimos embarcando uno por uno, todos por igual, sin importar el pasado de ninguno, ni siquiera el presente, sin que nadie preguntara porqué tenía un nudo en la garganta que no me dejaba respirar.

Las cuatro horas de avión me parecieron eternas, ¿estarías pensando en mí? Quizás, muy lejos de aquel cielo, tu mano se apoyara sobre el frío cristal de tu ventana, frente a la mía en la del avión, quizás estuvieras tumbado viendo aviones pasar, mientras jugabas a adivinar en cuál iría yo. Quizás fantasearas con la idea de que hubiera llegado tarde, de encontrar mi billete hecho pedazos en un charco, pisoteado por la multitud, y yo tomando un taxi de regreso a casa.

El viaje fue tranquilo, aterricé con una mezcla de desasosiego e ilusión. Dejé el equipaje, carmín rojo, y me dispuse a perderme por las calles de aquella ciudad. Las encontraba tan atractivas que unas ganas de explorar cada rincón despejaban mi cabeza taladrada aún por el jet-lag. A cada paso se abría inmensa para mí una oportunidad.

Te imaginaba allí, en algún lugar cerca de mi sombra, tras el sonido de mis tacones. Caminé durante horas. Te escribí versos que no merecían la pena. Fumé. Leí. Y en algún momento creo que lloré. Lloré y aún no sé muy bien por qué. Cogí mi móvil, y amagué llamarte un par de veces. Al final me llené de valor y conseguí no colgar. Tu móvil desconectado, rompía con cualquier posibilidad futura de conexión.
Recordé tu nota “te echaré de menos”. Recorría sola el escenario de la que podría haber sido nuestra función. A lo lejos un inmenso puente me invitaba a caminar. Inflé mis pulmones, y por primera vez en el día respiré. Sonreí. Era dueña de mi destino. Sí, sonreí.

Oí unos pasos tras mi espectro, que caminaba sin posar los pies en el asfalto. Me seguían.
Finalmente giré el rostro, sin dejar de caminar. Fue una aparición. Tus ojos verdes clavados en mí.

No sé si lloré. No dije nada. Solo cogí tu mano y el mundo pareció diminuto…

Oí la puerta cerrarse. Abrí los ojos. Tú ya no estabas.




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