domingo, 29 de marzo de 2009

No hay nada como el dulce sabor de una noche que parecía olvidada

Me sorprendí dibujando tu cara en la mesa. Era uno de esos días tristes y desagradables de finales de Febrero, en los que melancolía lo inunda todo y la felicidad, asustada, no tiene más remedio que esconderse y esperar el mañana. La voz de la profesora de Elasticidad parecía paralizar la marcha de los segundos en su inevitable camino hacia el final de la clase. El ambiente estaba seco, denso y caluroso, fruto de unas ventanas demasiado altas y de una dirección de la escuela un tanto imbécil. Los bostezos afloraban con más frecuencia que de costumbre debido a la noche en vela que suele conllevar los jueves de Cervezada. Te había visto por primera vez la noche anterior, entre cerveza y cerveza, disfrutando despreocupadamente de las lentas y profundas caladas que le dabas a un cigarrillo casi apagado. Recuerdo que me quemaste la chaqueta en un movimiento fugaz, en el que te colocaste un mechón de pelo travieso en tu frente. Llevabas el pelo suelto, brillante, resultado, quizás, de demasiado acondicionador. Eras vistosa sin ser excesivamente guapa. No supiste reaccionar. Tus ojos mostraron las disculpas que tu boca no supo darme. Fue algo tan accidental, tan rápido, tan desprovisto de interés, que no repare en ello hasta que tus rasgos aparecieron perfilados, con suaves y decididos trazos, ante mis soñolientos ojos. No recordaba tu cara, pero allí estaba, bajo mi cuaderno de cuadros, justo al lado de una de las ecuaciones de compatibilidad de un problema con demasiadas vigas. Te había visto una vez, un momento, pero había conseguido dibujarte con detalle, sin tener el más mínimo recuerdo de las líneas que formaban tu rostro. Había incluso un diminuto lunar que parecía ser el centro de la obsesión de mi mente, ya que había sido retocado hasta ser una pequeña luna llena en el horizonte de tu labio. Me sentí un irrisorio títere, un barco sin capitán al que las olas de su subconsciente mecen a su antojo.

Un ruidoso alboroto me despertó del letargo. Parecía ser que los segundos se habían armado de valor, y con no poco esfuerzo, habían conseguido revelarse y finalizar su misión. La clase había terminado y las sonrisas empezaban a aflorar como consecuencia de ello.

El coche estaba aparcado en el parking de arena roja de la entrada del politécnico. Me dirigí hasta allí despacio, pensando en cómo habían podido mis manos, mis dedos, dibujar algo que yo no les había mandado, y que además, por raro que pareciera, desconocía. Arranqué el Volvo en el momento en que sonaba en Cadena 100 "Peter Pan" del canto del loco. Tarde unos segundos en darme cuenta de que algo extraño estaba pasando. La canción estaba arrastrando a mi mente un torbellino de imágenes entrecortadas, desconocidas hasta ese momento, que poco a poco, fueron dando forma a una sucesión de recuerdos inconexos que parecían perdidos. Me vi, poco después de que mi chaqueta fuese abrasada con la ceniza de tu cigarrillo, mirándote a los ojos. Estabas, allí, conmigo, bailando, susurrándome al oído cada estrofa de la canción. Tu mano, furtiva, recorría cada milímetro de mi ombligo dibujando pequeños círculos concéntricos que erizaban mi vello y parecían hacerme levitar. No sé cómo había podido olvidar esa sensación maravillosa que recorrió mi cuerpo durante esos segundos. Quizás demasiadas cervezas. Quizás demasiado placer.

Recordé que luego fuimos a tu casa, un pequeño ático situado junto al parque. Pusiste la radio justo cuando Louis Armstrong tocaba "La Vie en Rose", y a continuación me besaste. Fue ahí cuando reparé por primera vez en el lunar situado cerca de tu labio, en ese círculo sublime que hacía de tu cara un óvalo asimétrico, pero precioso. Jugué a acariciarlo toda la noche mientras nuestros cuerpos se conocían por primera vez, palmo a palmo, con la agradable sensación de tener el tiempo de nuestro lado, como aliado. Si la felicidad hubiera estado escondida en aquella habitación la hubiéramos encontrado y hecho nuestra. Pensé en el universo paralelo que siempre me invento cuando algo va mal, en ese sitio de retiro paradisiaco que me sirve de desahogo y divertimento cuando no me gusta lo que veo, y supe, que allí, en ese piso, en ese momento, había una puerta que conectaba lo real y lo imaginario. Mi mundo y el mundo. A ti y a mí.

La última imagen apareció en el momento en el que la canción llegaba a su fin. El amanecer nos descubría de imprevisto, tumbados en la cama, riéndonos. Festejando que la vida nos cruzó.

No hay nada como el dulce sabor de una noche que parecía olvidada

1 comentario: